📅 Octubre 19, 2023
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Este sabado conocí el cementerio Fiumei Road en la ciudad de Budapest. Es de 1847 y está en el medio de un bosque, ocupa 56 hectáreas, y alberga mausoleos impresionantes, así como un monumental Panteón del Movimiento Obrero creado como lugar de enterramiento para la Hungría socialista. El cementerio es de gran valor histórico para el país y ofrece visitas guiadas en húngaro. Además, su página web brinda información, y durante el recorrido puedes escanear códigos QR que ayudan a entender la importancia de ciertos sectores.
En este tipo de experiencias tan estimulantes solo me puedo llevar algunos recuerdos y muchas emociones. Luego de caminar por más de dos horas en este bosque, repleto de mausoleos gigantes, monumentos, esculturas de mujeres en poses dramáticas y dolorosas,con zonas muy cuidadas y otras dejadas al olvido y las fuerza de la naturaleza, llegué a un sector que me emocionó por su sencillez. Ya no había ángeles en pedestales, sino figuras humanas a ras del suelo, mujeres con ropa simple, el bajorrelieve de una mujer tejiendo, figuras geométricas y entre todos ellos, la silueta de un hombre: un pintor de pie, casi a nivel del suelo, con sus elementos de trabajo: una paleta y un pincel. Su pose sugiere que está frente a un lienzo invisible, retratando lo que tenía delante, su última obra, su último gesto artístico. La escultura conmemora al pintor Kosztka Tivadar Csontváry y es obra de Jenő Kerényi.
Csontváry no perteneció al movimiento expresionista ni postimpresionista, pero se lo considera afín a estas corrientes. Tanto su obra como su vida tienen muchas similitudes con las de Van Gogh: un pintor solitario, incomprendido y muy cercano al misticismo.
Dejaré a Csontváry para un momento especial y comenzaré por el principio.
Mi experiencia con los cementerios comenzó como la de muchos, supongo: visitando a mis abuelos. Los cementerios a los que iba eran de pequeñas ciudades, y no tengo más recuerdos que los paseos que hacía con mis padres. Uno de ellos, el San Lorenzo de Villa Gobernador Gálvez, tenía un detalle que se grabó en mi memoria: la tumba de un aviador con un bajorrelieve que representaba el accidente que puso fin a su vida. A pesar de mi curiosidad, no he podido encontrar información sobre él a lo largo de los años.
Cuando fui adolescente ya no acompañé a mis padres. En cambio, con algún grupo de amigos íbamos algunas noches al cementerio de Capitán Bermúdez. Estaba muy cerca del único club con piscina, el “camping de los comerciantes”, y no era nada difícil entrar. No hacíamos rituales, ni jugábamos a nada; solo charlábamos a la luz de luna. Era algo inusual, tranquilo, nada más.
Recuerdo que mi primera “entrevista laboral” fue en un cementerio privado en Granadero Baigorria. Hasta ese momento, no sabía de la existencia de estos lugares. Trabajaba allí una amiga. A diferencia de los cementerios convencionales, los privados no tienen lápidas, esculturas o placas; son como grandes jardines, con algunos arbustos y árboles, con una estética minimalista que se considera menos lúgubre.
El puesto de trabajo consistía en vender parcelas puerta a puerta. Si alguien quería escucharme, probablemente una persona mayor, con delicadeza debía comentarle que ella o sus seres queridos iban a morir, y si no habían pensado en ello, yo podía ayudarlos, sin necesidad de esperar el momento. Fue a mis 18 años, a fines de los años 90, cuando la gente no se sentía tan insegura ante la presencia de una desconocida que llamara a la puerta, y tampoco yo daba miedo.
Recuerdo dos detalles de esa entrevista. El primero fue un objeto que hasta entonces no había visto; un cubo sobre el escritorio de la pequeña y despojada oficina del hombre que me entrevistó. La parte superior del objeto, apoyada sobre una base más robusta, estaba rodeada por una especie de fino tejido de alambre y tenía unos pequeños tubos que parecían fluorescentes, parecidos a los que se utilizan para iluminar, pero en miniatura. Emitían un sonido casi imperceptible, similar al de una onda eléctrica. Por alguna razón, las moscas se sentían atraídas hacia esa luz o sonido, y al acercarse quedaban electrocutadas, dejando una estela de olor a quemado tras un chispazo mortal. Mientras conversábamos con el hombre, la trampa para insectos cumplía su designio. Hasta ese momento ni siquiera había notado que había muchas moscas en ese lugar tan gris.
El segundo recuerdo de esa charla es que el hombre mencionó que, como parte del trabajo, podría recorrer el cementerio público, ubicado al lado de donde nos encontrábamos, buscando tumbas que estuvieran cerca de su “fecha de vencimiento”.
No tenía idea de lo que eso significaba, pero luego comprendí que los cementerios funcionan mediante concesiones. Una vez finalizado el periodo de concesión, si la familia no tramita su renovación, se exhuman los restos y se depositan en la fosa común que exista en el lugar. Es decir que no se puede tener un lugar para siempre, a excepción de un panteón familiar, por ejemplo.
Detectar esas tumbas equivalía a conseguir un posible cliente que quisiera conservar los restos de sus seres queridos en un espacio nuevo, más moderno y discreto.
El objeto atrapa insectos, el señor y las perspectivas laborales no me dejaron una buena impresión. La veta comercial de la industria funeraria no me interesó, pero entendí que los cementerios son un reservorio de historias. Desde aquel día, cada vez que visitaba un cementerio, me dedicaba a leer las fechas, inscripciones y a imaginar historias. Luego estudié Bellas Artes y me interesé por la arquitectura, llegó internet y las hemerotecas a mi vida.
Conocer el cementerio de la Recoleta en Buenos Aires fue un punto de inflexión, con sus imponentes panteones y mausoleos, lleno de gatos y casi en ruinas antes de ser lo que es ahora. A partir de allí estos lugares se convirtieron en otra cosa para mí, incluso esos olvidados sitios que mencioné; los empecé a entender como grandes archivos silenciosos y museos al aire libre.
Los cementerios La piedad y El Salvador de Rosario, una ciudad con una gran actividad industrial y portuaria y un pasado delictivo, escondían historias de pestes, proxenetismo, rivalidad entre escultores, enfrentamientos de la comunidad judía, y tantas narrativas que merecen un espacio especial. Mientras sigo pensando en cómo contaré mi experiencia en el Fiumei Road en Budapest y la interesante vida del pintor Csontváry me pregunto: ¿Tienes un vínculo especial con los cementerios? ¿Recuerdas alguna anécdota en particular? ¿Los evitas?